LA SOCIEDAD DE LA IGNORANCIA
"(...) el gran cambio que consolida definitivamente la Sociedad de la Ignorancia no es que ésta se vea favorecida por las nuevas formas de comunicación y en la práctica campe a sus anchas, sino que ha sido aceptada, asumida y, finalmente aupada a la categoría de normalidad. De forma progresiva la ignorancia ha ido perdiendo sus connotaciones negativas hasta el punto de llegar a prestigiarse. Se ha disipado el pudor a mostrar en público la propia ignorancia, e incluso con frecuencia se exhibe con orgullo, como un aditivo más de una personalidad apta para gozar al máximo del hedonismo y la inmediatez que proporciona un consumismo desenfrenado. Ser ignorante no es incompatible, ni mucho menos, con tener dinero o glamour. Más bien al contrario, nos puede proporcionar una pátina de simpatía altamente empática a ojos de los demás.
La situación actual corresponde a la fase más avanzada de un proceso imparable, constatado por numerosos autores, que ha acompañado al protagonismo creciente de las masas. Resaltaba Ortega y Gasset en La rebelión de las masas, a finales de los años veinte, que «lo característico del momento es que el alma vulgar, sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad y lo impone dondequiera». La consolidación definitiva de la cultura de masas después de la Segunda Guerra Mundial, especialmente desde la aparición del televisor, indujo a Giovanni Sartori a escribir que «un mundo concentrado sólo en el hecho de ver es un mundo estúpido. El homo sapiens, un ser caracterizado por la reflexión, por su capacidad para generar abstracciones, se está convirtiendo en un homo videns, una criatura que mira pero que no piensa, que ve pero que no entiende».
Hoy asistimos, en efecto, a la culminación del proceso. La ignorancia está plenamente normalizada y es admitida sin ningún reparo en los modelos de éxito social, e incluso el acceso a las máximas responsabilidades públicas por parte de personas de ignorancia evidente se considera una muestra positiva de las virtudes del sistema democrático. Cualquiera, con independencia de su formación y aun dando muestras evidentes de su falta de cultura y de ánimo de enmienda, puede acceder a lo más alto de la estructura social. Cualquier observación al respecto emitida en público sería considerada hoy políticamente incorrecta. La ignorancia es atrevida, desacomplejada y, como todos en esta sociedad que constantemente reclama, exige también que se respeten sus derechos. El proceso se realimenta a través del papel cada vez más central que en nuestra sociedad juegan los medios de comunicación, referentes del éxito social y escaparate del imaginario colectivo del cual son también, en buena parte, creadores. «Si no sales por televisión, no eres nadie» o, más recientemente «si no apareces en Internet, no existes». Los ingredientes para acceder a dicha visibilidad encajan perfectamente en la estructura de la Sociedad de la Ignorancia.
En paralelo, y en la misma medida que la ignorancia se ha normalizado y se ha prestigiado, el conocimiento no productivo se ha desacreditado, ha perdido cualquier atisbo de ser referente social y se ha cargado de connotaciones negativas. Como hemos señalado anteriormente, seguimos considerando el conocimiento como un bien en sí mismo cuando nos referimos a él de forma abstracta: en las encuestas todos contestamos que nos encanta leer, ir al teatro o ver documentales, pero en la práctica fuera del saber productivo generado por los expertos, cualquier esfuerzo intelectual resulta casi incompresible para una sociedad acomodada en la confortabilidad del entretenimiento predigerido y la espectacularidad vacua. Difícilmente alguien se atrevería hoy a autocalificarse como intelectual por el temor a quedar revestido de todas las connotaciones actuales del término: pretencioso, improductivo, aburrido.
Lo más sorprendente de la situación es que parece que nos percatamos de la dualidad entre el discurso utópico y la realidad cotidiana. Persiste una lógica errónea que nos lleva a pensar que el uso de herramientas cada vez más sofisticadas implica necesariamente un mayor conocimiento, y confundimos la destreza para utilizar un complejo programa informático que nos permite escribir con el hecho de escribir algo interesante, o incluso con saber escribir. Nos hemos convencido de que disponer de una red que nos permite ver lo que emite la televisión en la otra punta del mundo es volvernos más sabios, cuando lo único que hacemos es pasar el rato o, en el mejor de los casos, adquirir conocimientos triviales. Y nos encanta oír «Sociedad del Conocimiento» cuando a nivel individual, en muchos casos, consiste simplemente en pasar un montón de horas chateando con los amigos o intentando ligar por Internet (...)"
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