sábado, 6 de septiembre de 2025

Preguntas alumnos de la Universidad de Formosa (Argentina) sobre la novela Agelasto (I)

Aquí dejo el primer bloque de preguntas que me realizaron los alumnos de la cátedra de literatura impartida en la Universidad de Formosa (Argentina) por el catedrático y escritor Orlando Van Bredam sobre mi novela Agelasto, empleada como materia de lectura dentro de este curso de 2025. En este primer bloque son Carolina y Marisol, las que en conjunto me hacen distintas preguntas que intenté contestar con la mayor sinceridad y lucidez (eso menos) que me fue posible. Creo, sin embargo, que con todas las preguntas (esta es una parte nada más) y sus consiguientes respuestas se despejan algunas incógnitas y claves acerca de la novela. He de decir que me parecieron todas realmente interesantes.



Carolina y Marisol:




- ¿Por qué decidió crear un personaje tan frío?



Hola Carolina y Marisol, un placer.



El personaje principal —el agelasto— bien podría ser una consecuencia de lo que se oculta bajo esa brillante capa superficial, alegre y azucarada del buenismo occidental imperante. Decía Baudelaire que la mayor astucia del Diablo es hacernos creer que no existe. Y Philippe Muray decía que “la literatura está para echar abajo lo que la gente cree. Son desafíos que exceden esta novela, sin duda, pero algo de ese espíritu la recorre. En su frialdad, el personaje expresa la anomia insuperable de una sociedad que enferma al individuo, que lo infecta con un virus menos visible pero más persistente: la infantilización cultural, el individualismo exacerbado, el culto al yo y una proliferación de identidades que a menudo encubren fines espurios, envueltos en la lógica del entretenimiento. Quizá la alienación —no el virus biológico— sea la pandemia verdadera. La enfermedad que nos atraviesa a todos. En ese contexto, el agelasto es una mirada. Una forma de estar en el mundo desde el desencanto, desde la desconexión emocional, pero también como síntoma de una época que ha vaciado de sentido las emociones mismas. No es frío por elección. Es consecuencia de.




- La obra está llena de pausas y reflexiones del personaje. ¿Son reflexiones que usted hizo en base a su perspectiva o son reflexiones de otras personas que usted tomó como fuente de inspiración?



Algunas son reflexiones que yo mismo me planteo. O mejor dicho, reflexiones que hace el personaje a través de mí. Otras están inspiradas en la filosofía de Schopenhauer, en el existencialismo francés, o en ciertas lecturas que han dejado huella. Pero también hay puntos de vista personales, sí —ideas que podrían ser mías— aunque vibran de una forma distinta al pasar por el filtro del personaje. A veces él las retuerce, las lleva por caminos inesperados, siempre sostenido en esa pasividad radical que lo define frente al mundo.


Esas pausas, esas reflexiones, son parte esencial de lo que se pretende transmitir. No concibo esta novela sin ese ritmo. Y eso también tiene que ver con cómo entiendo la lectura: como un ejercicio precioso de detención, de retorno, de contemplación. Podemos subrayar, volver atrás, releer una frase, detenernos en una palabra. Eso no sucede en el cine, ni en el teatro, ni siquiera en una conversación. Solo en la literatura. La literatura es el único medio verdaderamente conceptual. Y es ahí donde el pensamiento puede respirar.




- ¿Por q eligió una estructura narrativa fragmentada, casi episódica, en lugar de una más lineal?



No fue algo premeditado. Desde el principio tenía claro que iba a ser una novela corta. En ese momento, además, estaba escribiendo otra obra más extensa, que tuve que dejar aparcada por problemas de salud: dolores de espalda, acúfenos... Fue entonces cuando comencé Agelasto, en pequeños tramos, en as sueltos, sin continuidad. Así fueron apareciendo los episodios, casi como entradas de un diario. Mis problemas de salud incidieron de forma directa en el resultado final, incluso en que esta novela exista. La fragmentación no fue una decisión técnica, sino vital. Era el único modo posible —física y mentalmente— de escribirla.




- ¿De verdad cree que la tecnología, como se muestra en el libro, ha sustituido vínculos reales por ilusiones de conexión?



Sí, en muchos casos. En los últimos 25 años, la tecnología —especialmente Internet y los teléfonos móviles— ha transformado radicalmente las formas de relacionarse entre los seres humanos. Yo viví esa transición de forma nítida: la primera mitad de mi vida transcurrió en un mundo analógico, y la segunda en un mundo digital. Eso me ha permitido comparar ambos con cierta perspectiva.


Recuerdo los primeros años de Internet. Conocer a alguien en un chat, en el Messenger o en foros temáticos era algo exótico. Tener una relación sentimental a distancia era considerado propio de personas tímidas, incluso “raras”. Con el tiempo eso se normalizó, y muchas parejas surgieron así, incluso desde extremos del planeta. Pero esas relaciones muchas veces se deshacían al tomar cuerpo, cuando la idealización virtual chocaba con la realidad sensible. El platonismo que llevamos dentro —esa tendencia a amar la idea por encima del cuerpo— tenía terreno fértil en la conexión digital, pero la realidad, como suele, resistía.


Y luego llegaron las redes sociales: los “amigos”, los seguidores, los likes. Todo ese universo diseñado para la conectividad constante… pero que a menudo produce más soledad, más vacío, más vínculos superficiales que verdaderas conexiones.


No creo que la tecnología sea el problema en sí. Como toda herramienta, puede ser útil o destructiva según su uso. Pero cuando se convierte en sustituto de lo real, de lo sensible, del encuentro humano, entonces estamos hablando de otra cosa: de una ilusión de cercanía que a menudo no resiste el contacto con la experiencia real del otro. En Agelasto, la tecnología aparece de forma ambigua. Está ahí, pero no salva. No conecta verdaderamente. Solo prolonga la soledad en una nueva dimensión, más luminosa por fuera, pero igual de desierta por dentro.




- Las escenas del libro son descriptas de forma cruda y grotesca. ¿Cree que estamos naturalizando cada vez más los trágicos acontecimientos hasta el punto de que son parte de nuestra vida cotidiana y por eso el protagonista es un espejo de la sociedad actual?

Hay una reflexión de Michel Houellebecq, en su libro de poemas Sobrevivir, que no puedo evitar compartir con vosotros:


Toda sociedad tiene sus puntos débiles, sus heridas. Meted el dedo en la llaga y apretad bien fuerte. Profundizad en los temas de los que nadie quiere hablar. El envés del decorado. Insistid sobre la enfermedad, la agonía, la fealdad. Hablad de la muerte, y del olvido. De los celos, de la indiferencia, de la frustración, de la ausencia de amor. Sed abyectos, seréis auténticos.”


Quien haya leído Agelasto sabrá que este texto ha estado presente como una especie de manifiesto silencioso. La crudeza no es gratuita. Es una forma de no anestesiar lo que el lenguaje suele querer suavizar. Como ya hicieron los poetas malditos del siglo XIX —Baudelaire, Rimbaud, Lautréamont —, se trata de mirar de frente lo que casi siempre apartamos con pudor o con distracción. El mundo parece haberse convertido en una serie de Netflix: narrativa digerible, emociones rápidas, horror estetizado, consumo sin pausa. Eso genera una sociedad epidérmica, que pierde profundidad a cambio de entretenimiento, y que empieza a no distinguir entre la representación del sufrimiento y el sufrimiento real. Y eso es peligroso. Porque la realidad no es estética. La gente muere de verdad, sufre de verdad, y vive una soledad muy real. En ese sentido, sí: el protagonista es un espejo, aunque deformado, de esta sociedad que lo rodea. No reacciona con gritos ni con violencia. Reacciona con pasividad, con distancia. Como muchos. Su frialdad es reflejo de una anestesia colectiva. Su mirada cruda es la que nosotros evitamos.




- ¿El encierro revela la verdad de las relaciones humanas?



¿Os referís a su verdadero sentido? Las relaciones humanas son algo complejo y cargado de ambigüedades. Creo que lo que el encierro hizo fue acelerar y evidenciar esas fracturas. Como se sugiere en la novela, en muchas relaciones de pareja —especialmente en matrimonios ya erosionados— el confinamiento intensificó los conflictos. Las mujeres, en muchos casos, se sintieron solas, poco valoradas, sobrecargadas. Se incrementó el consumo de ansiolíticos y antidepresivos. Los hombres, por su parte, se aburrían, bebían más, y en no pocos casos estallaban con violencia. En cuanto a la gente mayor, simplemente no importaban. Se convirtieron en desechables, invisibles. Murieron solos, sin visitas, sin ritos, sin duelo.


Todo esto tiene que ver con la pérdida progresiva de ciertos valores comunitarios y familiares, promovida por el narcisismo de la posmodernidad. De ahí venimos: de Mayo del 68, de ciertas líneas de pensamiento que, con la excusa de la emancipación absoluta, convirtieron al individuo en un yo hipertrofiado, incapaz de convivir con otros. Podríamos añadir también a nombres como Foucault, Deleuze, Derrida, responsables entre otros de este proceso de desintegración que ha llevado a una sociedad atomizada, identitaria, ansiosa y cada vez más sola.




- ¿La higiene obsesiva y el miedo al contagio funcionan como símbolos de miedo a vivir?



Recuerdo la famosa anécdota de los primeros días de pandemia: en los supermercados, lo primero que desaparecía de los estantes era el papel higiénico. Pasó en muchos países, y parece repetirse con cada posible catástrofe. Es un fenómeno que dice mucho de la psicología del miedo en el

ciudadano occidental, acostumbrado a un entorno donde todo debe estar bajo control, limpio y desinfectado. Nadie quiere quedarse sin papel higiénico ni sin jabón. No solo por necesidad física, sino por lo que representan: barreras contra lo sucio, lo corporal, lo incontrolable. Son objetos que tocan un punto neurálgico de nuestra relación con el cuerpo, con lo visceral, que no puede ser domesticado. Con la propia vida, en su estado más crudo. Desde ese lugar la obsesión por la higiene puede leerse como una metáfora del miedo a vivir, a exponerse, a contaminarse con la existencia real, esa que incluye dolor, caos, fluidos, y por último, muerte.


En definitiva, estos impulsos colectivos revelan cómo operan los mecanismos irracionales del ser humano, que ante lo desconocido no busca sentido, sino seguridad inmediata. Y lo hace con gestos simbólicos —como almacenar papel higiénico— que dicen más de lo que parecen.




- ¿El personaje vive en un duelo permanente, no por una persona, sino por el mundo que perdió sentido?




Existe un duelo, sí, pero principalmente por la pérdida de Diana. Es un duelo sin final, porque el protagonista sigue esperando su llamada hasta el último momento. No sabemos qué ocurrió con ella. No sabemos si está viva o muerta. Cuando confunde a Leire con su recuerdo, incluso nosotros como lectores empezamos a dudar. Diana no es solo un recuerdo: es el último hilo que lo conecta con algo parecido al amor o al deseo de vivir. ¿Y el mundo? Parece preocuparle mucho menos. El duelo por el mundo si lo hay— es más frío, más resignado, como si la pérdida ya hubiera sido asumida de antemano.




- ¿La obra describe lo que usted vivió en la pandemia o lo que sintió?



No exactamente. Pero pueden encontrarse paralelismos. De hecho, existen. Al final, uno siempre escribe desde lo que ha vivido, desde lo que ha visto o sentido. Desde una percepción profundamente subjetiva de la realidad. Somos seres atravesados por emociones, por experiencias. No somos máquinas, aunque a veces algunos se comporten como tales.


Recuerdo una mañana, durante el confinamiento. Me asomé a la ventana (vivo en un quinto piso). Una neblina fina cubría la calle. El cielo estaba nublado. No se oía nada. En medio de ese silencio extraño vi a una señora empujando un carrito de supermercado por la acera. De pronto, sin más, se desplomó en el suelo. Justo pasaba un coche de policía, que patrullaba para controlar los desplazamientos —en aquel momento solo se podía salir una vez por semana para hacer la compra —. Los agentes se bajaron, la ayudaron a levantarse, y poco después llegó una ambulancia que se la llevó. Esa imagen se me quedó grabada. Fue la que dio origen al capítulo de la novela El coche de policía. A veces, la ficción no inventa, solo cambia el ángulo desde el que se observa lo real.




- ¿Su intención es el que el lector, al leer esta obra, vuelva a recordar sus días en la pandemia y ver si se siente identificado con el personaje?



En parte, sí. Me interesaba provocar una segunda lectura de la pandemia, más serena, más madura, más despegada. Un intento de revisar ese suceso que en su momento parecía distópico y que, sin

embargo, ocurrió. Un suceso que muchos jamás pensaron que pudiera producirse. Era algo que parecía pertenecer a la cultura popular: como si de pronto, mañana, nos invadieran extraterrestres. Hay cientos de películas, series, novelas y videojuegos sobre eso. Sabemos que hay miles de millones de exoplanetas, muchos probablemente con vida, y aun así creemos que eso no ocurrirá nunca. Con la pandemia pa algo similar: formaba parte del imaginario, pero no de lo real. Hasta que se volvió real.


Ahora bien, no espero que el lector se identifique con el personaje. No al menos de forma directa. Puede que en ciertas escenas —en su forma de compasión, en los recuerdos del pasado, en algunas reflexiones— alguien se vea reflejado. Pero no creo que sea un personaje con el que uno pueda, o deba, identificarse. Al menos no con una mente sana, o con metas vitales por cumplir. La mente humana tiene una capacidad asombrosa para forjar ilusiones incluso en medio del caos. Y esa facultad es lo que mantiene a las personas vivas. Perderla… podría hacer que uno se convirtiera en un agelasto. Y visto lo visto, no parece lo más recomendable.


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