Una sociedad donde los niños se suicidan no puede ser una sociedad sana. Estamos de acuerdo en eso, ¿verdad? Imagino que sí -no podría entender otra cosa- pero la dejo como punto convergente de reflexión acerca de donde nos encontramos en la actualidad.
En Agelasto -metáfora de nuestro tiempo- hablo de una sociedad que, como Saturno, devora a sus propios hijos. Distopía crítica, parábola de un mundo enfermo y desorientado, tiene uno de sus puntos más escabrosos y cruciales en los niños asesinados por sus propios padres por medio de un veneno mezclado con la leche, que en cierto punto de la novela inducirá a la siguiente pregunta al personaje protagonista:
"¿Quizás los están liberando del peso de la existencia (de su sufrimiento)?". Frase muy schopenhaueriana, de hecho.
Repito de nuevo la frase. "Una sociedad donde los niños se suicidan no puede ser una sociedad sana.”
Esa frase debería dolerle al mundo entero.
Y sin embargo, seguimos como si nada, como si no fuera una señal clarísima de que algo esencial se ha roto.
Que la infancia —ese lugar que antes era símbolo de la vida naciente, del juego, del porvenir— sea hoy también un espacio de desesperación, ansiedad, desconexión… es una de las tragedias más silenciosas de esta época.
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Cuando un niño se quita la vida, no es solo una tragedia. Es una acusación a toda la estructura social.Nos habla de:
La descomposición del tejido afectivo: (familias fragmentadas, padres ausentes o agotados)
La presión absurda del rendimiento y la imagen: (niños estresados como adultos).
El aislamiento digital, donde todo está mediado por pantallas pero casi nada es realmente cercano
Y todo eso ocurre mientras se nos dice que estamos más conectados que nunca. Es una paradoja que escuece:
más tecnología, menos vínculo.
Más información, menos sabiduría.
Más estímulo, menos sentido.
"Los niños de mi clase son malvados". Sí, algunos lo son, Laura.
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